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domingo, 12 de mayo de 2013


BIENES DE DIFUNTOS

Cuando fallecía alguno de los que emigraron a América en la época colonial y para solucionar el problema que significaba el tener que hacer llegar a sus familiares los bienes que poseían, se creo una formula que resultó muy satisfactoria y fue la denominada de los autos de los bienes de difuntos.
Al fallecer alguien que residía en el Nuevo Mundo, se iniciaba el expediente en el Juzgado de Indias y los bienes que poseía el finado se vendían en aquellas tierras en publica subasta, y el dinero resultante de la venta de los bienes y pertenencias del fallecido, una vez descontados los gastos ocasionados incluido los del enterramiento, se procedía a enviar el liquido resultante a la Casa de Contratación y ésta efectuaba los trámites para entregarlos a los familiares del fallecido o en su caso, a los beneficiarios del legado, si existía testamento.
Ese era, a grandes rasgos, el sistema que se utilizó y  como muchos de los que allí fueron, dejaron sus bienes para su familia, su pueblo o su alma, pues muchos destinaban cifras importantes a misas y capellanías para su salvación eterna.
El licenciado Diego Rodríguez de Estrada era un clérigo nacido en San Juan del Puerto, en la provincia de Huelva, que falleció en México y en su deseo que el pueblo que le vio nacer progresara culturalmente, legó sus bienes para que se fundara una cátedra de gramática y se enseñara gratuitamente  a los naturales de San Juan.
Al morir el licenciado, los bienes quedaron depositados en poder del Obispo de Guatemala Don Bartolomé González Soltero. Después de los trámites reglamentarios llegaron a Sevilla en julio de 1654 procedentes de Nueva España, y tras un pleito con Hacienda, el 21 de octubre de 1680 los 894.000 maravedíes de plata pasaron a poder del Cura Párroco de San Juan y patrono de la Cátedra, Jerónimo Contreras.
En 1681 los hijos de esta villa iniciaron los estudios gratuitamente, instalándose la voluntad del difunto e impartiéndose clases de gramática, incluida la lengua latina y las cuatro reglas de aritmética. Todo ello vigilado por los sacerdotes de San Juan del Puerto, con la colaboración de los Jesuitas del Convento de Trigueros, que fue el deseo expresado por Diego Rodríguez de Quesada. 
                                                                    Ángel Custodio Rebollo

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